La ternura del Padre
El Evangelio de hoy, comienza con una murmuración que parte de los fariseos y escribas. ¡Qué poco cristiana es la murmuración! Y que mucho daño hace a quien murmura. Hemos de hacer lo posible para que esa mala actitud esté lejos de nosotros.
Jesús, que no era sordo, le llegó la murmuración. Y, tomando la palabra nos regaló una de las parábolas más bellas del Evangelio, con la cual nos mostró la gran ternura y misericordia del Padre
Un Padre tenía dos hijos, y el menor un día, sin dar explicaciones, le pide la parte de la herencia. Su padre les repartió los bienes. Unos días después el más joven se fue de la casa paterna y, creyendo sentirse libre y con una gran vida por delante, comenzó a vivir perdidamente con sus muchos amigos y amigas, de fiesta en fiesta. Naturalmente, llegó a perder toda su herencia. Ya dejó de ser el rey de las fiestas y sus amigos, poco a poco se fueron alejando y llegó la soledad, el hambre y la desnudez de su honda y oscura realidad.
Se vio obligado a pedir para comer las algarrobas de los cerdos y…nadie se las daba. ¡Pobre muchacho! Ciertamente nos da mucha pena. Sin embargo, le fue necesaria esa dura prueba para poder entrar en sí mismo, reflexionar y caer en la cuenta de su equivocación. De vez en cuando, también a nosotros, nos viene bien cometer alguna equivocación y, como el joven de la parábola, poder distinguir lo falso de lo verdadero y el espejismo de lo auténtico y real. El joven, necesito una sacudida fuerte para que reflexionar y conocer de verdad el corazón de su Padre. Tuvo que vivir la experiencia de verse en el profundo pozo de sus debilidades, sentirse despreciado por todos, y el dolor de haber abandonado a su Padre. Así podemos comportarnos muchas veces también nosotros: Abandonamos la magna felicidad que nos brinda el amor de Dios, por la migajas de felicidad que buscamos en las cosas del mundo.
Pero el ser humano está muy bien preparado para reaccionar y poder coger la vida en sus manos dar la vuelta y empezar una nueva vida. El muchacho reflexionó en la abundancia que había en casa de su Padre y el allí se moría de hambre. Podemos pensar que sólo volvió por pura hambre, esa fue una causa, pero él también se dijo: “volveré a donde está mi Padre y le diré: “Padre he pecado contra el cielo y contra ti, no merezco llamarme hijo tuyo”. Era más grande el hambre de Padre que de pan. Con este sentimiento en lo más profundo de su ser, ya nada ni nadie le detuvo. Volvió a la casa del Padre. Es posible que quienes lo veían se burlaran de él, pero él, llevaba dentro una fuerza, a pesar de su estado desolador, una fuerza que tiraba de él, y esa fuerza era el gran deseo de encontrarse con la ternura y misericordia de su Padre.
El Padre, que no dejó nunca de mirar el camino por donde su hijo se alejó, descubrió, a pesar del deterioro físico, que aquel que se acercaba era su hijo. No espero, bajó a prisa, lo abrazó y lo besó. El joven quería confesarle y pedirle perdón con su discurso tan bien preparado. Su Padre, lo estrecha junto a su corazón, diciéndole: Hijo mío, nunca he dejado de quererte.
Nos dice la parábola que el hermano mayor no entendió el amor de su Padre por aquel hijo “suyo” rebelde y caprichoso. No sabemos si aceptó entrar a la gran fiesta que hizo el Padre por el hijo recuperado.
Desde luego, los dos hijos nos dan mucha pena. Y los dos por la misma actitud, aunque con distintos caminos: No conocían ni valoraban el amor del Padre. El más joven lo despreció y se fue lejos a vivir perdidamente. El hermano mayor se quedó, pero estando en la misma casa, no fue capaz de reconocer y aprender de la compasión, magnanimidad y la ternura del corazón del Padre.
Eso nos puede pasar a nosotros, pues ni quien está más cerca o más lejos del Padre es por eso más feliz, sino que, la verdadera felicidad es de quien está dentro del corazón de ese Padre y deja que su propio corazón palpite al mismo ritmo que el suyo, hasta que nuestros sentimientos vayan conformándose con los del Padre compasivo, fiel y misericordioso.